11 diciembre 2005

Relato sobre la Casa

Hacía tiempo que llevábamos planeándolo. Mi primo y yo fantaseamos desde pequeños con la idea de tener una casa como aquella. Situada en medio de un llano, separada por dos hectáreas de cereales de todas las demás casas, las cuales la rodeaban como si fueran satélites que giran alrededor de un blanco y esbelto planeta.

La casa poseía hasta un pequeño alojamiento adosado para los guardas y una profunda chimenea capaz de dar calor incluso a las habitaciones más alejadas de la segunda planta. Era la única con dos plantas de toda la zona, su chimenea se veía desde el pueblo. También tenía piscina, merendero y hasta un pequeño campo de tenis.

Todo se encontraba ya en un visible estado de dejadez, y aunque no estaba abandonada, hacía mucho tiempo que en aquella casa no vivía nadie. Los García-Hiniesta ya ni siquiera pasaban los veranos allí. La casa parecía un almacén, llena de mesas y sillas apolilladas, libros hacinados por todas partes y un olor a húmedo que lo invadía todo. Nosotros sabíamos todo esto gracias a Ana, una apretada y bajita mujer, que hacía las veces de limpiadora, casera y casi de dueña, y que era íntima amiga de mi madre.

Un día que mi primo vino de haber estado con sus amigos por ahí, me contó que uno de ellos había entrado a robar en un taller de vehículos, se había llevado dos motos, muchas herramientas y material y el dinero que los incautos dueños se habían dejado en la caja. No sólo no le habían cojido robando sino que aseguraba que la policía estaba tras una falsa pista que los llevaría a acusar a un inútil camarero del pueblo que a todo el mundo caía mal. Mi primo insistió de nuevo en la idea que llevaba rondando demasiado tiempo y de la que me había hecho partícipe asegurando que sin mí sería incapaz de llevarla a cabo: quería entrar en el caserón de los García-Hiniesta y robar todo lo que allí hubiera de lujo.
- "Es fácil, -decía- sólo tenemos que darle una patada a la puerta trasera que está casi comida por las termitas y cargar todo lo que podamos en una furgoneta. Pero necesito tu ayuda para vigilar y para meter cosas en el coche. Verás el dinero que nos darán en la ciudad por todo lo que encontremos: muebles antiguos de madera buena, libros de esos que ya no lee nadie, cubertería, encimeras de mármol..."

Ya casi me tenía convencido desde que me echaron de la obra y ahora que me ponía el ejemplo del amigo suyo, me embaucó de tal forma que tuve que aceptar: por una parte necesitaba el dinero y por otra la aventura y la adrenalina me invadieron, robar era algo serio, pero aquella casa estaba prácticamente abandonada, quién lo iba a notar...

La noche que habíamos elegido para nuestro asalto llegó con un nerviosismo más doloroso de lo que esperaba. Yo no era precisamente un niño bueno, era alguien normal que había cometido las típicas fechorías de pequeño, de las normales en un sitio como aquel, rodeado de vastas plantaciones de olivos y trigo. Allí eran corrientes los robos de gallinas, asaltos de verjas para coger algunas cosas de otra huerta o disparar al pesado pastor alemán del vecino que asusta tus ovejas.

Cuando mi primo llegó con una C15 que le había prestado un borracho de la tasca del pueblo, yo tiritaba como si fuera el día más frío del invierno. Mis padres habían ido a visitar a unos parientes que vivían lejos, y yo llevaba horas dándole vueltas a la fechoría que íbamos a cometer. Me monté en el coche y noté que a pesar de estar puesta la calefacción yo seguía temblando.

Casi sin darme cuenta estábamos los dos en la puerta de la casa. Mi primo cojió una llave inglesa de la parte trasera del coche y se dirigió a la verja. Yo estaba paralizado mirando la silueta de la casa que se entreveía a la luz de una intensa luna. Volví repentinamente a la vida cuando sonó el chasquido del candado. Entramos por un pequeño jardín y nos plantamos ante la barroca puerta de madera y cristal que cerraba la casa por detrás. De nuevo, casi sin darme cuenta vi a mi primo situado ante la puerta, forzándo el pestillo. No tardó mucho en abrirse. Un largo y oscuro pasillo se abrió ante nosotros; no se veía el final. Encendimos las linternas que le había cogido a mi padre y nos dirigimos hacia el interior. Todo estaba lleno de polvo, muy dejado y anticuado. Los cuadros eran lúgubres, las puertas viejas y el aspecto general de la casa daba miedo. Pero el shock me duró poco: allí no había mucho que robar. Mi primo se había adentrado hasta la cocina mientras yo buscaba en el salón. Lo único que vi de valor fue una pequeña televisión, que ni siquiera sería a color. Los libros estaban sucios, no había nada de plata ni de mármol y la cantidad de tazas nos hizo desechar la idea de cogerlas por si eran de porcelana. Lo mejor era dejarlo.

Volvimos al coche desilusionados, con la antigua televisión y un sucio transistor como único botín. Desechamos la idea de subir a la segunda planta, allí tampoco debía haber nada. Lo mejor era irse e intentar colocar los aparatos que robamos en alguna tienda que compraran artículos de segunda mano.

Pero los ruidos que hicimos alarmaron a un vecino que a pesar de vivir lejos, oyó el chirrido de la puerta al abrirse. Esto debió extrañarle, hacía largo tiempo que allí no entraba nadie y no era lógico que se escuchara ruido de repente una noche. Cuando varios días después se presentó la policía en casa, ya era demasiado tarde.